domingo

Gatos bonsái, oasis, houdinis y braguetas bravas

Verdad de Perogrullo, pero verdad al fin: los gatos bonsái son un mito urbano. No hay de otra, ningún gato bonsái, sea cual fuera su forma y tamaño, sea cual fuera la forma de su botella o lo hermosamente macabro de su apariencia, es un mito. Los gatos bonsái, señoras y señores, no existen.

Quizá les parezca extraño que vuelva sobre este asunto, al menos sobre algo tan obvio. No sé, creo que con gato bonsái me pasó lo mismo que con oasis (sí, mis queridos, son nombres cifrados): llega el descubrimiento de que son mentira. Bueno, salvemos la diferencia de los casos: una se acerca a los oasis sin saber que son espejismos y cuando despiertas en el desierto duele. En cambio, una se acerca a los gatos bonsái y sabe que son mitos urbanos, que no existen, pero quizá esa misma no existencia es la que te atrae. En fin.

Solo tengo algo seguro: los hombres (los gatos bonsái o los oasis) son los seres más extraños que existen, definitivamente es muy complicado entenderlos. O de pronto las complicadas somos nosotros. O los dos sexos. O nadie. En fin, la cosa es que a veces no entiendo por qué detrás de cada gesto que una haga ellos ven una intención de atraparlo que no tienes. No cacho por qué esa manía de huir y no decirte las cosas de frente, como son. En esto último es impresionante: esttos houdinis se escapan cada vez que se enfrentan a un tema más serio o personal, odian traspasar el terreno de lo superficial, se refugian en sus libertades y comodidades como si la única intención que una tuviera es la de envolverlos y casarse. O sea, no, por Dios, empezando porque el matrimonio ya no es ni de lejos sinónimo de estabilidad y felicidad para nosotros.

Y están los braguetas bravas, que de un modo u otro también son mitos urbanos, esos que se buscan una mujer cada semana y se piensan por eso más hombres, pero si tú haces algo parecido (o sea, no quedarte, pero sí recurrir a él de vez en cuando) eres una ofrecida y una pobre puta.

En fin, realmente son complicados, necesarios, sí pero complicados. Dicen que una es la que se complica las cosas, pero no es así, ellos son los que ven cucos donde no los hay. Bueno, de que hay un cuco hay un cuco: la mujer independiente que ya no los necesita como se los necesitaba antes y creo que más que al compromiso es a eso a lo que le huyen a las mujeres que les hacen sombra, a las que son tanto o más exitosas que ellos, a las que ya no los buscan para sobrevivir. Eso, he hecho un collage con muchas cosas: gatos bonsái, oasis, houdinis y braguetas bravas. Yo no sé, pero si tengo que escoger me quedo con los oasis, aunque al final me vean como al cuco.

miércoles

Looking for the wrong guy

Suena más bonito en inglés que en español, pero es algo que me ha estado rondando un poco. Siempre he estado buscando al correcto y me he equivocado en las apreciaciones y en las aspiraciones. Quizá lo que deba hacer es buscar al equivocado. Digo, si buscando lo que quiero he encontrado siempre lo que no quiero, de pronto y buscando lo que no quiero encuentre lo que quiero. O probablemente no sea ni siquiera cuestión de buscar ni de esperar, sino solo cuestión de vivir y vivir y vivir. De todas maneras no creo que el adecuado ni el incorrecto estén esperándome ni buscándome, sino viviendo, haciendo el mismo viaje. En fin, no estoy desesperada por encontrar a alguien, para nada, con sus triunfos y tropiezos he disfrutado mucho de esta vida, de todos los momentos que he vivido, de todas las aventuras y desventuras, la vida ha sido buena y ha sido (y es) el viaje alucinante de irme descubriendo e irme queriendo y perfeccionando.
Eso, solo que a ratos sí hacen faltita el abrazo, la llamada, la palabra, la presencia de alguien...

lunes

De Macondo a Comala (y viceversa)

Muchas veces siento que hago ese viaje imaginario de Macondo a Comala, de ida y de vuelta. Muchas veces me siento en Macondo: todo es una locura, la vida ocurre vertiginosamente, es igual mirar mariposas amarillas, que sentirte suspendida en el aire, ver niños con cola de cerdo, asombrarte al descubrir el hielo, morir en cataclismos alucinantes. Otras veces estoy en Comala: en el pueblo desierto, desde cada una de cuyas esquinas me hablan mis fantasmas. Unas veces soy Olivia Buendía y otras Olivia Páramo.

El viaje de Comala a Macondo (y viceversa) es un viaje que no me canso de hacer. No sé si sea el más agradable o el más placentero, pero es una especie de manía mía que siempre me mantiene de aquí allá, entre la locura y la soledad. ¿Será que algún día paro? No sé, hacer el viaje siempre ha sido apasionante porque entre la Olivia Páramo y la Olivia Buendía descubro una infinidad de Olivias que me van convirtiendo en la mujer que soy y de alguna manera me van alejando también de la Olivia que soy.

Hoy es uno de esos días contradictorios, de esos en los que quiero alucinarme poniendo un cartelito con el nombre a todas las cosas y al mismo tiempo quiero caminar por calles desiertas. En fin, no hay mucho que decir.

viernes

Muerte a los choros

A saber: una linda cartera azul, una billetera roja con un gato que me compré en El Rastro, mi cédula, mi tarjeta de débito, mi licencia de conducir, algunas otras tarjetas más, la plata que tenía para subsistir hasta fin de mes, mi maquillaje, mi celular con todos los teléfonos importantes, el celular de una amiga, su cédula, su tarjeta de débito, su dinero, las llaves de mi casa. Y, por supuesto, la tranquilidad de caminar por las calles de mi barrio. Todo eso fue lo que se llevó anoche el choro de mierda que me amenazó son un cuchillo.

Qué huevada, la verdad es que más que nada estoy recabreada. Recabreada por varias cosas:

1. Lo que se llevó eran MIS cosas. En realidad lo único que puede servirle es el dinero y de pronto los celulares, que el hijo de puta venderá a mucho menos de lo que cuestan. Pero para mí cada una de las cosas que se llevó era valiosa, desde la linda cartera azul, hasta el más insignificante delineador que estaba en ella. Mi teléfono tenía muchos números que difícilmente pueda recuperar, de gente con la que solo me comunicaba por ese medio.

2. Hay muchas cosas que no recuperaré. Pero para recuperar las que tengo que recuperar hacen falta tiempo y dinero. En este mundo de mierda todo es trámite, nada se logra en un minuto ni es gratis y además hay que recorrer grandes distancias y una tiene sus obligaciones, que por supuesto el choro maldito no entenderá porque se busca la vida fácil.

3. Esto es lo más importante, lo que más iras me da: la mayor parte de mis 29 años he vivido en La Mariscal y nunca me había pasado nada. Adoro mi barrio, lo adoro porque todo te queda cerca, porque es vivible, por mil cosas. Hasta ahora caminar por sus calles, que me conozco de memoria no había sido un problema, siempre me he sentido segura y me jactaba de conocer los lugares por donde ir y por donde no. Ahora tengo miedo de caminar por ahí, va a tocar estar cuidándose las espaldas, mirando para todos lados, desconfiando de todos. Y eso es algo que me parece francamente triste, es triste el hecho de saber que tu lugar seguro no lo es porque de pronto puede aparecer un imbécil y amenazarte con un cuchillo y llevarse tus cosas.

Eso, ahora me siento vulnerable y eso me molesta mucho y me asusta. Lo bueno es que no me pasó nada, pero ahora quién quita que algo pueda suceder algún rato. Qué mal. Hace como año y medio me pasó algo parecido en Madrid, excepto por lo de la amenaza. En esa ocasión me robaron también todas mis cosas, mi cámara de fotos, mi celu (que era mi medio de comunicación no solo con mis amigos de Madrid, sino con mi familia y con mi gente que estaba en Quito) y mi pasaporte. En esa ocasión también fue horrible porque me quitaron la seguridad, pero lo peor fue que me tocó enfrentarme con la burocracia española, que es aún peor que la ecuatoriana y sentir todo lo que un inmigrante siente.

En fin, es cierto que no me pasó nada y estoy agradecida por eso, pero realmente me siento mal, al final nadie tiene el derecho de que le quiten sus cosas y más que nada su tranquilidad, digo yo.
Que se mueran los choros de mierda.

domingo

Perro semihundido

A ratos soy un poco remedona. Lilit escribió en su blog sobre su cuadro favorito y mientras le escribía el comentario contándole cuál era el mío, me di cuenta de que hay mucho que me gustaría decir sobre el cuadro que más me ha impactado.

Nunca lo había visto antes. Lo encontré en El Prado la primera vez que fui. Debió haber sido un frío domingo de enero, cuando mis ojos y mi vida empezaban a alucinarse por Madrid. En mi primer recorrido por el museo fui en busca de lo típico: no podía perderme El jardín de las delicias de El Bosco, ni Las Meninas de Velázquez, ni las majas de Goya, cada uno de ellos me impresionaba (es tan increíble esa sensación de mirar de frente maravillas que solo habías visto en fotografías) y no podía dejar de sentirme anonadada frente a tanta maravilla.

Goya siempre me ha llamado la atención, no sé mucho de pintura, de hecho siempre me enfrento al arte con la mirada del niño, con la única expectativa de que me llegue, de que me guste. Entré a la sala donde está la serie de Los desastres de la guerra y varias otras de las pinturas negras de Goya. Insisto en que su pintura siempre me ha sobrecogido y me encantó llegar a esa sala. Y lo vi. Nunca antes había visto ese cuadro, pero ahora estaba frente a mí: con la única figura de la cabeza del perro que mira desde la arena hacia alguna parte. El perro se hunde y solo lo rodea la arena, solo lo rodea la nada, mira a alguna parte y nunca se sabe adónde, quizá esté buscando la manera de asirse con los dientes a algo o mirando a quien lo dejó ahí. No sé, no quiero saberlo tampoco. Pero ese es mi cuadro favorito, el del perro semihundido que me recuerda lo frágil o lo sola o lo semihundida que a ratos puedo estar, pero ante todo que incluso de la desesperación y del hundimiento puede sacarse una obra de arte.

Luego volví varias veces a El Prado y siempre lo primero que hice fue correr hacia mi perro y quedarme ahí delante de él por mucho tiempo. Lo último que hice en Madrid fue visitarlo y llevármelo en las pupilas, en la mente, en el sobrecogimiento de la memoria...

miércoles

El Gato Bonsái y mis mitos urbanos


Hace como un par de semanas conversaba con alguien y se cruzó el tema de los gatos bonsái, ¿se acuerdan? Ese experimento cruel que se supone que se hacía en Japón en el que se metía a gatos chiquitos en recipientes de diversas formas para que, pasado el tiempo, adoptaran la forma del recipiente en el que crecieron. Estos gatos, supuestamente, ya estaban empezando a venderse y a servir de mascotas de excéntricas y crueles personas. Terrible, recuerdo que circulaban por la Red millones de quejas y demandas contra esta práctica y una, como navegadora consciente de la crueldad, enviaba a toooooooodos sus contactos. Afortunadamente luego se descubrió que la historia de los gatos bonsái no era cierta: un estudiante del MIT había inventado la mentira y la había puesto a rodar.

En fin, así como el gato bonsái hay muchos mitos urbanos que nos cuentan y echamos a rodar por ahí hasta que se convierten en verdades, en cosas que le pasaron a la suegra del amigo del primo de la novia del papá de alguien, pero que nadie a ciencia cierta puede demostrar. Cuando estaba en la U y se inauguraron en Quito las grandes salas de cine, corría la historia de que en el cine sin darte cuenta te pinchaban con agujas infectadas de VIH o te daban a oler muestras de perfume que tenían burundanga, nunca conocí a nadie que lo hubiera sufrido.

Había también la historia de que en la calle te daban papeles con alguna droga que te dejaba grogui y luego te violaban y te llevaban a tu casa y te robaban todo. Diosito, me imagino a esos pobres que trabajan repartiendo papeles en la calle sin poder entregar uno solo, cómo habrán odiado a esa manga de paranoicos... y a los medios, que hacen su buena parte difundiendo leyendas y mitos.

En fin, si una hiciera caso de todas las historias que circulan por ahí, probablemente no podría moverse de la casa ni abrir las puertas a nadie, no tomar agua de la llave, ni cocinar, ni comer (¡horror de horrores: toda la carne que consumimos es de caballos!) ni hacer nada, en fin, ni recibir ni hacer llamadas, no vaya a ser que un rayo nos paralice en el exacto momento en que estamos hablando con nuestros amigos.

Después de recordar sobre todos esos mitos urbanos con los que hemos crecido y los que seguimos oyendo, me puse a pensar en cuáles son mis propios mitos, las verdades que me creo porque alguien me las contó o porque las soñé o porque las inventé. Y hay uno, que todavía no compruebo si es cierto o no, que dice que cuando te acuestas con alguien que apenas conoces las cosas no funcionan, ¿será?, ¿será que la relación que empieza en un bar y va de una a la cama es tan mito urbano como el gato bonsái? Bueno, me ha pasado eso de conocer a alguien y de una, pero nunca he tenido la expectativa de que las cosas funcionen, quizá porque el mito está arraigado, pero queda la pregunta en el aire.

También hay el mito de que si amas algo debes dejarlo ir, si vuelve es porque es tuyo y si no vuelve es porque nunca te perteneció. Sinceramente he creído mucho en este mito, mejor dicho, he querido creer muchas veces que es cierto, pero a medida que pasa el tiempo compruebo que no es para nada verdad. Nada vuelve, es una necedad pensar que las cosas o la gente que has dejado ir van a volver, así como es necedad retenerlas, por supuesto. En lo que sí creo es en que el Universo fluye, que las cosas pasan, que la gente sigue su camino, así como tú sigues el tuyo, que las cosas cumplen un proceso en el que se van transformando y te van transformando, pero de volver, no vuelven y quizá en eso mismo radica su encanto, en el hecho de que hay que aprovecharlas y dejarse transformar y aportar a la transformación... pero no hay que retener. Nada es de uno. Mito negado.

Eso, no creo que se me ocurre nada más. A ratos quisiera retener a algún gato bonsái, pero me temo que no hay cómo, hay otros mitos por develar y otros que inventarse y echar a rodar, jeje, ya llegará el momento.

lunes

Estaciones


Estaba ahí, sentada esperando que la procesión pasara, pero pasó un tren y no me quise hacer tarde ni perderme el viaje. Lo tomé, aunque no sepa adónde me lleva.